En la tarde de anteayer viajaba solo en el coche, camino de Asturias y poco después de pasar por Reinosa miraba a mi derecha el asiento vacío recordando el último viaje que hice con Marta cuando juntos iniciamos los trabajos que ahora iba a presentar en Llanes y que tanto me ha costado acabar sin su presencia y participación. Esta vez no iba por la antigua carretera que serpentea el Besaya sino por la nueva autopista de cuelga de la montaña. Estaban nevados los bordes de la carretera y lloviznaba entre jirones de niebla. Había luz a mis espaldas pero en el fondo del valle reinaba la oscuridad. La repentina aparición del arcoiris, que surgía desde los prados de la hondonada del valle y llegaba hasta el hayedo nevado de la montaña, me distrajo momentáneamente de los recuerdos que me acompañaban. Aquel no era un arcoiris cualquiera, era un arcoiris inmediato, refulgente y persistente, que viajaba delante de mi dibujando una diana multicolor a la que no lograba dar alcance. La calzada no estaba para distracciones, no había arcenes donde detenerse y volvió a mi el recuerdo de Marta. Y al igual que esas veces que estás pensando en una persona y al instante recibes una llamada suya o al poco te la encuentras por la calle y le dices: precisamente iba pensando en ti, por esa misma asociación de ideas pensé, o sentí, o las dos cosas a la vez, que el arcoiris era Marta, es decir que Marta era la luz que daba forma y color al arcoiris para hacerse presente ante mi vista al reclamo de mi recuerdo. Esa era la única razón por la que me precedió y acompañó durante kilómetros y kilómetros hasta que la entrada en el primer túnel le hizo desaparecer de mi vista. Y entonces pensando en las diminutas gotas de agua que en contacto con la luz se transforman una en roja, otra en azul y otra en amarilla me acordé de la última frase que escribió Marta en su vida:
“He soñado con mi Asturias infinitas veces para redimirme. Mis pies deben tener memoria de cada grano de arena y cada piedra. Pero yo no recordaba. La mirada de Cora no se cansaba de pedirme salir, pero, sobre todo, que yo disfrutara con ella. Hay tantas cosas, grandes y pequeñas, que es una lástima tener que sufrir para poder mirarlas. Dicen que todo tiene un precio, y yo creo que eso no es cierto, se trata de querer cosas sencillas, amables, livianas, para que te dé tiempo de mirarlas, una a una.”
Una piedra roja, una piedra azul, una piedra amarilla.
A estas horas de la mañana, hace treinta y cinco años, acababa de nacer Marta en la clínica El Nuevo Parque de Madrid.
Dondequiera que esté, en los granos de arena de una playa o en las gotas de agua del arcoiris. ¡Muchas felicidades!